Debajo de la higuera

Me han regalado una vela que huele a higo. Un regalo estupendo que huele a los mejores veranos de mi vida: los veranos que pasamos con mi abuela en el pueblo.

Aquellos veranos en los que, cada mediodía, armadas de valor, salíamos bajo 40 grados para andar media hora hasta llegar a la piscina del bar del pueblo. Una piscina con un trampolín muy alto que estaba rodeada de higueras cuyas hojas se caían en nuestras toallas o, en su defecto, crecían tan grandes y espesas que casi se posaban sobre nuestras cabezas cuando nos secábamos al borde del agua.

Mi abuela, que muchas veces se empeñaba en venir para controlarnos, nos miraba contenta desde la orilla, desdentada, sufriendo cada vez que mi hermana se sumergía bajo el agua para respirar de nuevo cuando aparecía con los ojos empañados y dos candelas colgando de la nariz.

En la radio sonaban las canciones de veranos pasados que a nosotras nos parecían del año de la catapún, pero los del pueblo las cantaban como si fueran lo último. Cuando sonaba una canción actual, mi hermana y yo, nos hacíamos las entendidas - Esa ya la habíamos oído. En Cataluña hacía tiempo que sonaba-.

Los chicos que iban por las chicas las miraban desde lo alto del trampolín, nerviosos, asegurándose que ellas miraban cuando daban su mejor salto. A ellas les parecía que nadie se daba cuenta. Yo veía todo el pueblo mirando. Eran una población pendiente.

Me alegro que el último verano no fuéramos conscientes que era el último, así lo pudimos vivir como uno más, sin saber que aquello era de lo mejor que nos habría pasado y se estaba acabando.


Costumbres y pautas

Te echaba de menos, en cuanto te girabas.
El amor es retorcido con sus pautas, siempre las mismas, para que nadie se confunda y achaque los síntomas a la costumbre.
Eran esos días en los que un minuto contigo valían más que diez con nadie. Cuando cualquier ruido alrededor se convertía en un zumbido casi imperceptible. El resto mirarían expectantes, como verdaderos espectadores ante un final. Y esa noche, los sueños serían diferentes.

El hombre más lento del mundo

Rondaría los 30.  Muy alto, huesudo, con una cara llena de pecas pelirrojas sobre un fondo blanquísimo. Nariz aguileña, de surcos quietos. Tendría, seguramente, el pelo más perezoso del mundo pues, sin estar sucio, apenas se movía. Unos labios finos que se abrían para bostezar en pasos de cuatro: abrir, esperar, seguir abriendo y por fin bostezar. 
Entre bostezo y bostezo el hombre miraba por la ventana del tren sin percatarse que tenía la boca abierta, 2 segundos, tres, cuatro, cinco. Quieto e indiferente, sabiendo que más allá de su propio asiento nada podía ser tan urgente y que las cosas importantes siempre llegan sin hacer mucho ruido, para instalarse con comodidad lejos de las prisas. 
Verlo me daba sueño pero tampoco podía dejar de observar su presencia pasmada. Me preguntaba si sus decisiones también serían lentas, si alguna vez habría amado deprisa, si habría perdido más trenes que yo. 

Quién dice Barcelona

La mejor hora para volar son las ocho menos veinte, cuando Barcelona es blaugrana desde el aire y el mar aún no es tan negro como para unirse con los trocitos de tierra calada.
Pasar la tarde en el avión no está tan mal si se vuelve al sur y mañana es casi fiesta. Libretas con listas, ropa sucia, besos y mensajes en pausa, aterrizaremos en 20 minutos. Volvemos a casa.

Tengo un plan

Me conecté al mundo para ver qué sucedía y al mirar vi un montón de gente paseando bajo el sol de las siete de la tarde. ¿Tantos eran los que salían a esa hora?
Planes. Habían hecho planes. Helados, cines, compras, paseos, atascos, besos, tropiezos, prisas. Un montón de planes.

Nada es fácil, todo es nuevo

Volver a empezar; Pulsas el enter y no funciona; De repente las palabras ya no son tuyas; Nadie sabe quién eres y se creen que si te zarandean funcionas; Te bloqueas; Empiezas de nuevo; Te miras en el espejo y te dices que puedes.

Hoy ha estado bien, has reconocido dos caras y medio nombre. Mañana seguirás buscando a la desconocida qué serás algún día, dentro de unos meses, cuando el orden vuelva a reinar y la mesa ya tenga un montón de miguitas de galletas.

¿Cuánto te gustaba esa chica? Ni tu mismo lo hubieras podido adivinar. Tan frágil y retorcidamente franca...


Ella había hecho que el año valiera la pena aunque todo fuera a quedar en nada. Nada. Lo pensabas sin querer por la noche cuando subías en el ascensor hasta el tercer piso; cuando pedías la primera copa; cuando hacías todas esas cosas que antes hacías sin pensar. Nada.

A ella le hubieras dado el papel protagonista para interpretar tu vida pero el tiempo se saltó una generación y, por lo visto, no te quedaba ni la opción de esperar.

Te metías en la cama, apretabas los ojos contra el muro que levantaba todas las voluntades y te decías a ti mismo que mañana sería otro día. Quizá para entonces ya no la querrías. Quizá para entonces todo volvería a ser aburrido y tremendamente normal.

El traje del rey

Lo llamaban Superman porque aguantaba todo como nadie. Para mí, desde el día uno, era el hombre inclasificado, que miraba neutro tras la muralla altísima que era su despacho sin puertas.
Yo lo conocí de verdad al cabo de seis años, cuando me presentó a su esposa. Aquella mujer, pequeñita de talla, enorme en engranajes, fuerza y voluntad, era un torbellino a su lado, el mejor traje que podían haberle cosido a Superman.
Con aquél vestido, el hombre oficial, que solo se soltaba a partir del segundo gin tonic, curtido por los noes del sector, no necesitaba las complicidades de los compañeros de mesa. Era seguro porque no podía ser menos, pues tenía que dar la talla al lado de los mejores plum-cakes de limón y las mejores maneras de la zona alta de la ciudad.
Aquél día que los vi juntos entendí que las medias naranjas no permiten medias tintas y empujar es la mejor actitud para soportar aquello de para lo bueno y para lo malo. Mal nos pese a los que a veces arrastramos los pies.
Desde aquél día, miro a mi lado para asegurarme que también he elegido un buen traje y que la lycra no destiñe cuando se moja.

Les nines de cabells fins

Entres al lavabo d'una revolada i t'asseus en un racó a terra. Així encongida sembles una nina a punt de trencar-se...
Ens diuen que els joves no sabem patir, ni apretar i que la bonança ens ha fet dèbils. Potser sí. Pero miro com apretes les dents i m'entren dubtes.
Des d'avui i sempre, cada vegada que tanqui el baldó del lavabo petit, pensaré en tú mirant el futur amb els ulls molls però clars. Mirant endavant, com si volguessim ser grans.

El día de la tortuga

Hacía 5 meses y medio que soñaba con tortugas.
Obviamente no cada día pero, cuando ya me había olvidado de la última...¡tachán! aquella noche aparecía otra.

Todas las tortugas me acompañaban de un modo distinto: unas simplemente estaban allí, en su río, con sus cosas; otras me mordían; y a otras las mordía yo (de verdad).
Además, las noches que las tortugas aparecían de un modo insistente, yo solía ponerme enferma y, aunque en internet las pitonisas de los sueños hablaban de esfuerzos recompensados, cinco meses después, tortugas tenía las que quería pero recompensas, ninguna.

El día de la última me levanté con la cara hinchada y los ojos entrecerrados por una por una incipiente conjuntivitis. Aquella noche había soñado con una tortuga enorme a la que me veía obligada a cocinar viva y, por lo visto, estaba siendo castigada con unas maravillosas legañas extras. Enfrente el espejo, admirando mi nuevo look, empecé a pensar en la necesidad de librarme de ellas: las amables, las moribundas, las salvajes, las madres. Todas. Pero, ¿por dónde empezar?

Y a partir de aquí, no tengo ni idea de cómo acabará la historia. A las 21.27 pm del día de la tortuga ninguna idea, relevante o con vistas de ser eficaz, ha hecho acto de presencia y tampoco Google parece muy enfocado en el asunto. Quizá el día de la tortuga es primo hermano de la marmota y hasta que no resuelva algún aspecto oculto de mi vida no acabará jamás. Quién sabe. Pero algo me dice que no se van a ir tan ligeras como aparecieron.