El traje del rey

Lo llamaban Superman porque aguantaba todo como nadie. Para mí, desde el día uno, era el hombre inclasificado, que miraba neutro tras la muralla altísima que era su despacho sin puertas.
Yo lo conocí de verdad al cabo de seis años, cuando me presentó a su esposa. Aquella mujer, pequeñita de talla, enorme en engranajes, fuerza y voluntad, era un torbellino a su lado, el mejor traje que podían haberle cosido a Superman.
Con aquél vestido, el hombre oficial, que solo se soltaba a partir del segundo gin tonic, curtido por los noes del sector, no necesitaba las complicidades de los compañeros de mesa. Era seguro porque no podía ser menos, pues tenía que dar la talla al lado de los mejores plum-cakes de limón y las mejores maneras de la zona alta de la ciudad.
Aquél día que los vi juntos entendí que las medias naranjas no permiten medias tintas y empujar es la mejor actitud para soportar aquello de para lo bueno y para lo malo. Mal nos pese a los que a veces arrastramos los pies.
Desde aquél día, miro a mi lado para asegurarme que también he elegido un buen traje y que la lycra no destiñe cuando se moja.

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