El hombre más lento del mundo
Rondaría los 30. Muy alto, huesudo, con una cara llena de pecas pelirrojas sobre un fondo blanquísimo. Nariz aguileña, de surcos quietos. Tendría, seguramente, el pelo más perezoso del mundo pues, sin estar sucio, apenas se movía. Unos labios finos que se abrían para bostezar en pasos de cuatro: abrir, esperar, seguir abriendo y por fin bostezar.
Entre bostezo y bostezo el hombre miraba por la ventana del tren sin percatarse que tenía la boca abierta, 2 segundos, tres, cuatro, cinco. Quieto e indiferente, sabiendo que más allá de su propio asiento nada podía ser tan urgente y que las cosas importantes siempre llegan sin hacer mucho ruido, para instalarse con comodidad lejos de las prisas.
Verlo me daba sueño pero tampoco podía dejar de observar su presencia pasmada. Me preguntaba si sus decisiones también serían lentas, si alguna vez habría amado deprisa, si habría perdido más trenes que yo.