El hombre más lento del mundo

Rondaría los 30.  Muy alto, huesudo, con una cara llena de pecas pelirrojas sobre un fondo blanquísimo. Nariz aguileña, de surcos quietos. Tendría, seguramente, el pelo más perezoso del mundo pues, sin estar sucio, apenas se movía. Unos labios finos que se abrían para bostezar en pasos de cuatro: abrir, esperar, seguir abriendo y por fin bostezar. 
Entre bostezo y bostezo el hombre miraba por la ventana del tren sin percatarse que tenía la boca abierta, 2 segundos, tres, cuatro, cinco. Quieto e indiferente, sabiendo que más allá de su propio asiento nada podía ser tan urgente y que las cosas importantes siempre llegan sin hacer mucho ruido, para instalarse con comodidad lejos de las prisas. 
Verlo me daba sueño pero tampoco podía dejar de observar su presencia pasmada. Me preguntaba si sus decisiones también serían lentas, si alguna vez habría amado deprisa, si habría perdido más trenes que yo. 

Quién dice Barcelona

La mejor hora para volar son las ocho menos veinte, cuando Barcelona es blaugrana desde el aire y el mar aún no es tan negro como para unirse con los trocitos de tierra calada.
Pasar la tarde en el avión no está tan mal si se vuelve al sur y mañana es casi fiesta. Libretas con listas, ropa sucia, besos y mensajes en pausa, aterrizaremos en 20 minutos. Volvemos a casa.