Mi vida conmigo misma.

A María, las manos le olían a goma mala. Con los años los guantes de fregar se le habían pegado a la piel. En el espejo, se miraba de frente mientras se alisaba las arrugas y calculaba los meses que tardaría en mutar en una mujer de reality show. Ella. Quién lo hubiera dicho. Como las demás. O peor.
Por las mañanas el silencio se teñía de paz. Se tomaba el café y el periódico con calma. Lejos de los reproches y las zancadillas. Pero, a medida que pasaba las hojas, no podía dejar de pensar cuan feliz sería si viviera los acontecimientos en vez de leerlos.
La casa era preciosa y sus costillas le había costado pero los tiempos muertos eran infinitos. Y los tiempos de guerra tampoco eran mejores. Por allí tampoco había casi nada que hacer más que mutar. Al sol y a la sombra.
Ya se sabe y no hace falta alarmarse. Los telediarios están llenos de existencias que se transforman en historias cualesquiera. En estadísticas anuales y comparativas de años anteriores. En vidas de nada y menos.
Y aunque ella se veía diferente. A María los años le pesaban en la bata de rayas. En la de cuadros y en la lisa. Cada bolsillo añadía medio siglo a sus suspiros de vieja.
Pero un día, a medio caldo de pollo, se inspiró como nunca y decidió que aquél iba a ser su último día de maruja a tiempo completo.

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